El sistema judicial, en el mejor de los casos, es la base de una sociedad libre y justa. Protege los derechos de los ciudadanos, garantiza la equidad y obliga a los individuos a rendir cuentas. Sin embargo, cuando el sistema judicial flaquea, puede hacer algo más que simplemente no ofrecer estas garantías. Puede socavar activamente la libertad.


Un sistema judicial roto o corrupto no es un mero inconveniente, sino que se convierte en una poderosa herramienta de opresión que erosiona las mismas libertades que debe proteger. Dos casos muy sonados en Portugal lo demuestran con brutal claridad.


La justicia existe para salvaguardar la libertad del individuo de actuar según su propia voluntad, siempre que no viole las libertades de los demás al hacerlo. Este delicado equilibrio se mantiene a través de un sistema judicial que funcione y que aplique la ley por igual a todos los ciudadanos, protegiéndolos de las acciones injustas de particulares, empresas o el Estado.


Cuando el sistema judicial funciona correctamente, actúa como guardián de la libertad, frenando los abusos de poder y garantizando que los derechos no se violen arbitrariamente. Sin embargo, cuando se ve comprometido, puede convertirse en un mecanismo que ahoga la libertad en lugar de protegerla.


Lamentablemente, Portugal es un ejemplo de país en el que el sistema judicial no salvaguarda los derechos individuales, no castiga activamente a los infractores y no es un sistema judicial fiable, lo que perjudica activamente la confianza de los ciudadanos portugueses en caso de que se transgredan sus derechos.


En el Índice del Estado de Derecho 2023 del WJP, Portugal destaca como uno de los peores países de Europa tanto en derecho civil como en derecho penal. En derecho civil, entre las 29 naciones participantes en el estudio, Portugal ocupa el puesto 25 en cuanto a la aplicación efectiva de la ley, el 20 en cuanto a un proceso judicial sin retrasos y la disponibilidad de medios alternativos para la resolución de conflictos.


En derecho penal, la situación es aún peor. Portugal ocupa el 28º lugar por tener un sistema judicial oportuno y eficaz, el 27º tanto por tener un sistema de investigación eficaz como por tener sentencias imparciales, y el 24º por tener un sistema penitenciario eficaz y por tener un proceso judicial eficaz y salvaguardar los derechos de los acusados.


Además de esta sombría comparación internacional, el sistema judicial portugués no aborda los casos de corrupción. Entre 2015 y 2022, el 75% de los casos penales por corrupción terminaron en una sentencia suspendida. Solo entre 2018 y 2022, de los 1.825 casos de corrupción, solo 13 casos terminaron en la absolución de los acusados y 61 en su condena, lo que deja la escandalosa cifra de 1.751 casos sin resolver.


Naturalmente, estos hechos han llevado a los portugueses a desconfiar de la justicia. En un estudio de 2024, el 36% consideraba que la justicia portuguesa era muy mala. Otro 36% lo consideraba malo. Sólo el 2% consideraba que el sistema era bueno.


Esta red de desconfianza sólo se ve reforzada por el tratamiento de casos sonados, como los del ex Primer Ministro José Socrates y el ex banquero Ricardo Salgado.


En la Operación Marquês, José Sócrates fue acusado de 31 delitos, entre ellos corrupción política y blanqueo de capitales. A pesar de que esta operación se inició en 2014 y de que el ex primer ministro ya cumplió nueve meses de prisión preventiva, el proceso continúa hoy en día, habiendo pasado por varias situaciones de dudosa influencia legal en las que los delitos fueron perdonados solo para que posteriormente esta decisión fuera revocada. Todo este episodio ha demostrado al pueblo portugués que su sistema judicial dista mucho de ser fiable, rápido y coherente.


Lo mismo puede decirse del ex banquero Ricardo Salgado, otro de los procesados, acusado de delitos de corrupción, blanqueo de dinero, falsificación y fraude. Por si fuera poco, Ricardo Salgado ha estado implicado en otros cuatro casos penales de alto perfil, sumando más de 60 cargos penales a su historial. A pesar de ello, el sistema judicial portugués no detuvo debidamente al ex banquero, que huyó a Sudáfrica. Incluso después de una extradición exitosa y una condena por sus crímenes en la Operación Marquês, Ricardo Salgado sigue en libertad con una sentencia suspendida, haciendo uso de alegaciones de Alzheimer para evitar la cárcel.


Una de las formas más comunes en que un sistema judicial puede torcerse es a través de la corrupción y la influencia política indebida. Cuando los jueces, fiscales o funcionarios encargados de hacer cumplir la ley son objeto de soborno, intimidación o presión política, la imparcialidad de la justicia se ve comprometida. Los ciudadanos ya no pueden confiar en que los tribunales sean un árbitro imparcial de las disputas o una salvaguardia contra el abuso de poder. Esto genera miedo y cinismo, y disuade a la gente de acudir a la justicia.


Consideremos el ejemplo de los regímenes autoritarios en los que el poder judicial está dominado por el partido gobernante. En estos casos, las leyes se aplican a menudo de forma selectiva, y los disidentes políticos o las minorías son objeto de persecución, mientras que los aliados del gobierno actúan con impunidad. En un escenario así, el sistema judicial se convierte en una herramienta de opresión, y la libertad se desmantela sistemáticamente. Los ciudadanos pierden la fe en la idea de que la ley les protege, y el Estado se convierte en árbitro, no de la justicia, sino del control.


Si nos fijamos en el ejemplo portugués, aunque afortunadamente la nación no es autoritaria, las cicatrices dejadas en sus ciudadanos por la corrupción percibida son evidentes, lo que hace que muchos ciudadanos portugueses duden de que el sistema judicial les proteja de los líderes corruptos.


Un sistema judicial excesivamente burocrático, infradotado o simplemente lento puede ser tan perjudicial para la libertad como uno abiertamente corrupto. Cuando los casos judiciales tardan años en resolverse, cuando las cárceles están abarrotadas y cuando las personas languidecen en prisión preventiva durante largos periodos, el sistema judicial incumple su deber de ofrecer una resolución justa y oportuna.


La justicia tardía es una forma particular de injusticia que erosiona la libertad. Las personas acusadas injustamente pueden pasar años en un limbo jurídico, incapaces de participar plenamente en la sociedad, encontrar empleo o rehacer sus vidas. Para ellos, el sistema judicial no es un protector de sus derechos, sino un obstáculo a su libertad. En estos casos, la mera ineficacia del sistema se traduce en una forma de opresión.


En Portugal, una vez más, vemos que el sistema falla, es lento e ineficaz, dejando a los ciudadanos portugueses sin esperanza de una solución jurídica rápida y eficaz para cualquier conflicto o daño que pueda ocurrirles.


Dado el profundo impacto que un sistema judicial disfuncional puede tener en la libertad, es crucial abordar estos problemas de frente. Las reformas encaminadas a reducir la corrupción, aumentar la transparencia y garantizar la igualdad de trato ante la ley son esenciales para restaurar la fe en el sistema. La supervisión judicial independiente, la aplicación de medidas anticorrupción y la inversión en defensores públicos y servicios de asistencia jurídica son medidas clave que pueden adoptarse para reforzar los sistemas judiciales y, por extensión, proteger la libertad.


Además, la educación desempeña un papel vital. Los ciudadanos deben comprender sus derechos y cómo desenvolverse en el sistema judicial. Esto capacita a las personas para exigir responsabilidades al sistema y garantiza que los principios de libertad no se pierdan por ignorancia o miedo.


No debemos hacer la vista gorda ante estos fallos de nuestros sistemas judiciales. La libertad nunca es más fuerte que cuando la Dama Libertad y la Dama Justicia están una al lado de la otra.


Ricardo Filipe es miembro de Young Voices Europe, con sede en Portugal, y escritor sobre política.